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domingo, 9 de abril de 2023

Francia: la transición ecológica y la reforma de las pensiones

 

Manifestación del 19 de enero de 2023
Plaza de la República, París.

Por Arash

La protesta de los chalecos amarillos, o gilets jaunes en su lengua original, fue natural de Francia y cobró fuerza a finales de 2018. Dos años después, a medida que la epidemia del coronavirus se convertía en pandemia, fue extinguiéndose y desapareciendo de las calles.

La combinación del "bicho", más bien virus, junto con los efectos de la crisis económica, se extendía ya en 2020 a todo el mundo, obligando a los gobiernos cabales a decretar los primeros confinamientos masivos en un momento en el que todavía no tenían ninguna otra alternativa para frenar la propagación, con independencia de que, aunque fuera de rebote, la infección contagiosa les hubiera sido más o menos oportuna.

Mientras tuvieron lugar tales movilizaciones, algunos elementos ya intentaban confundirlas con las embusteras imitaciones nacionalistas de Cataluña, Bélgica u otras regiones y países de Europa, en donde partidos y asociaciones de dudosa orientación, o abiértamente ultraderechistas y fascistas, intentaron emular las convocatorias.

El movimiento en cuestión fue calumniado de diferentes maneras en todos estos países. Por ejemplo, mientras que algunos medios de comunicación apostaban por dirigir la opinión pública mediante tácticas más convencionales, en otros como La Sexta (de Atresmedia, al igual que Antena 3) trataban de asociarla diréctamente con los objetivos y la corriente del lepenismo.

Así, en uno de los noticiarios emitidos (véase el minuto 1 de este vídeo) en esta cadena se dijo que el 42% de los chalecos amarillos votaba entonces (2018) a Marine Le Pen, citando incluso una encuesta del 8 de diciembre de ese año de la consultora Elabe como fuente. 

Me importa poco si la mentira fue intencionada, o el "desliz inocente" de la empleada que interpretaba o le narraba la noticia a millones de teleespectadores, porque la línea editorial procapitalista y apagafuegos de esta cadena sí que no es un hecho aislado.

Lo que en realidad se desprendía de los datos de Elabe (en esa misma encuesta de 2018) es que, a la vez que transcurría la movilización popular, el 42% de los votantes de Le Pen se veían a sí mismos o se identificaban "como parte activa del movimiento", tal y como se subraya en Electromanía.

Vamos, que la muestra a la que preguntaron los encuestadores no era de chalecos amarillos, y por lo tanto, la pregunta de la encuesta no era sólo la de qué candidato electoral votó para las anteriores presidenciales francesas de 2017 o por cuál tenía simpatía esa muestra, sino también si apoyaba a los chalecos amarillos y si se consideraba (identidad) parte de los mismos, porque así es como se trataba de inferir la medición del "grado de implicación personal". La manipulación de los datos estaba prácticamente hecha en el peor de los sentidos.




Lo que pasa es que, al igual que cualquier empresa, las agencias de noticias como Atresmedia se diversifican lo que pueden en el mercado, lo que implica que les proporcionan a los consumidores las toneladas de mentiras que estos han aceptado que les ofrezcan. Por eso algunas tienen más de un canal de televisión.

Como las audiencias a las que pretenden orientarse en el telediario de La Sexta son las que son -aquellas en las que tuvo efecto la propaganda en favor de una parte de los atrapasueños de la vieja/nueva política hace una década- resulta que el noticiario de este último canal no podía tergiversar la lucha de los chalecos amarillos símplemente insultándoles y acusándoles de "violentos", "antisistema" o "extrema izquierda". Así que los presentaron como fascistas.

La actitud mantenida desde la izquierda hacia los gilets jaunes tampoco fue muy deseable: los afiliados de sus partidos ignoraron su potencial, sin entender que el problema lo tenían sus propias organizaciones. En su día intenté explicar por qué el movimiento de aquellos fue ejemplar. Su foco principal en el rechazo a la ecotasa los alejó inevitablemente de los discursos equidistantes, electoralistas y atrapalotodo.

No era un "movimiento de indignados", pues, como los habidos en las naciones occidentales diez años antes, que es lo que habían intentado los niñatos supermegarrevolucionarios (del teclado y los performances) en la "Nuit Debout", ni tampoco una de esas "revoluciones de colores" como las de los antiguos países socialistas, pese a lo que se llegó a asegurar en la Rossiyskaya Gazeta (Gaceta de Rusia), que es canal oficial del gobierno de este país.

Muy por el contrario, eran precísamente gentes y personalidades muy cercanas en sus ideas a Putin, ese pecholobo anticomunista que algunos imbéciles han convertido en una supuesta referencia del antifascismo, quienes en el país galo trataban de infiltrarse en la movilización de los chalecos amarillos. Me refiero precísamente a los lepenistas y demás porquería por el estilo, que no tuvieron demasiada acogida en aquella. 

A uno de estos tipejos, que también pasó por la formación de Le Pen hasta 2011, otro fascista más llamado Yvan Benedetti, también le habían expulsado a hostias de una manifestación de los chalecos amarillos, tal y como él mismo contaba en su cuenta de Twitter. Es el único trato que cabe con esos malnacidos. A la serpiente no se le discute, sino que se le combate y se la aplasta como sea.


El entonces Frente Nacional, que es el nombre que por aquella fecha tenía el partido de Le Pen, recibió en 2014 un préstamo por valor de 9 millones de euros procedente del First Czech Russian Bank, entidad financiera ligada al gobierno ruso. Según decía ella, los bancos franceses no le prestaban dinero a su partido.

Es ya conocido que el Frente Nacional, renombrado en 2018 como Agrupación Nacional, ha estado persiguiendo durante todo este tiempo su homologación ante los poderes capitalistas, las clases dirigentes y los medios de comunicación del país, o como mínimo están intentando "moderar" su imagen.

El objetivo no sería otro que el de tratar de obtener un favor más significativo de dichos medios de comunicación, para que estos formasen a las masas en una opinión más indiferente o incluso amistosa hacia su programa, de manera similar a como hicieron una parte de los fascistas italianos en los años noventa, que acabaron en coalición con el putero Silvio Berlusconi, dueño de ese medio asustaviejas de casquería política y sexual que es Telecinco. A lo mejor así conseguirían aumentar su apoyo financiero también en Francia.

A pesar del intento de sabotaje y de todas las difamaciones vertidas por unos, y la lejanía inaceptable de otros, en el movimiento de los chalecos amarillos sí que participaron activamente, sin embargo, algunos grupos comunistas de solidaridad. Eran maoístas que habían comprendido la conveniencia de secundarlo, con el fin de ampliar y profundizar sus contenidos.




Por su parte, desde el sindicalismo predominó en un primer momento el escepticismo, para dejar paso después a un cierto acercamiento. Fue muy interesante que se abriera a una iniciativa de trabajadores que había transcurrido al margen de las viejas organizaciones, procedentes del pasado ciclo histórico de luchas.

Afortunadamente, la CGT en particular pareció sensibilizarse y entender con el paso de los meses los motivos y objetivos de aquella protesta, hasta que más sindicatos de esta central confraternizaron con los grupos de gilets jaunes en manifestaciones, cortes de carreteras o bloqueos de instalaciones productivas.





Como ya dije al principio, el movimiento de los chalecos amarillos tuvo su apogeo en 2018, y ya había decaído para el año 2020. No sería de extrañar que si algo que pretendiera asumir la continuidad, o autopresentarse como su "heredero" volviese a irrumpir en escena, unos "nuevos chalecos amarillos" por así decirlo, llevasen o no el chaleco amarillo puesto, estos podrían ser ya fascistas, a diferencia de los originales. 

No debería extrañar que ciertas clases populares se deshagan hasta caer bajo la órbita de los sectores ideológicos más xenófobos, autoritarios, y liberticidas. El gobierno sacó las fuerzas de policía para sofocar y disolver sus manifestaciones, los medios de comunicación marcaron la agenda como siempre y difamaron y difundieron bulos contra ellos, y en medio de todo eso, la izquierda los miró desde el recelo. Otros han hablado mucho mejor que yo sobre la parte de la responsabilidad de la izquierda y ciertos movimiemtos, por haber fingido combatir eso mismo cuyo camino han estado acondicionando con sus vergüenzas.

Ahora, quienes cogen el testigo de aquellos trabajadores del campo y de la periferia de las ciudades que cortaban el tráfico y paraban el transporte, son los de las energéticas y las refinerías, los ferroviarios de las estaciones y los profesores de escuelas e institutos, entre otros muchos, que han secundado las varias huelgas que se suceden en diversos sectores y administraciones.

Junto con ellos los jubilados y pensionistas, los que más han vivido y que por eso más experiencia llevan a sus espaldas, que llevan años manifestándose contra el alargamiento de las bases reguladoras, contra el retraso en la edad de jubilación de los 62 a los 64 años, contra la reforma de las pensiones del gobierno. 

Lo que hizo tan valiosa la iniciativa de los gilets jaunes nada tenía que ver tampoco con practicar la búsqueda premeditada del combate urbano o la "guerrilla" callejera, que tantas veces ha sido el actuar de organizaciones con fines saboteadores de luchas justas, organizaciones incluso penetradas por los cuerpos policiales de los propios estados que a menudo se dicen "enfrentar".

Cuando se lucha por el pan y no por "ideales", uno ya se va a encontrar con toda probabilidad, antes o después, con los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, que es la organización suprema del poder político de la clase propietaria y dirigente, o si prefieren la versión liberal-weberiana, la organización que monopoliza el ejercicio de la violencia legítima. La clase trabajadora no necesita más provocadores de la policía ni insurreccionalistas a sueldo del capital.

Alrededor de la oposición al gravamen sobre los carburantes, también habían sido desplegadas años antes otras exigencias por los chalecos amarillos encaminadas hacia la unidad de clase, como el incremento del salario mínimo o el aumento de la cuantía de las pensiones. Y es que los ataques contra el sistema público de pensiones se han estado justificado tambien en la ecología, que no le tiene tanto que envidiar a la tecnocracia. 

Al sostenerse que la parálisis en la evolución de las tasas del PIB (productividad) a nivel mundial es la consecuencia de haber alcanzado un supuesto límite de la naturaleza, se argumenta que ya sólo cabe el decrecimiento, y se ponen en el punto de mira las cotizaciones sociales, que constituyen la base del sistema no sólo de pensiones, sino de la seguridad social en su conjunto. Eso que reivindican quienes se adhieren a semejante planteamiento ya lleva sucediendo en realidad desde 1973, cuando comenzó la crisis capitalista de superproducción de mercancías.

Por eso se tiende a deslaboralizar los derechos que regulan las pensiones de jubilación, las prestaciones para cuando está en el paro, u otras tantas formas de protección estatal, mientras a muchos les "indigna" que haya que cotizar a la seguridad social para tener una cobertura: se ataca así el eje mismo de todo lo público, y se justifica en virtud de un asistencialismo presentado como estúpida utopía de derechos innatos. 

Lo vimos con la Renta Básica Universal, cuyos experimentos conocidos ya desinflaron y fragmentaron la idea en muchas más versiones de las que había en un principio, desde las que se ha tratado de maquillar (como por ejemplo en Público o en Ctxt) el estrepitoso fracaso de aquellos de la manera más ridícula. A diferencia de la brunete mediática progre, los medios más abiertamente conservadores están más envalentonados, como no, en reconocerlo con claridad. 

El ecologismo es como mínimo curioso y merecería un estudio. Se cae en reificaciones y se le confiere (fetichismo) la cualidad de tener vida e incluso conciencia propia a lo que no lo tiene (Gaia: la personificación del medio ambiente), lo que equivale a la deshumanización del mundo porque es precísamente en nuestra especie que cabe hablar de conciencia, y entonces esa diferencia queda difuminada. 

Es decir, la transición hacia el nuevo modelo productivo, energético y del transporte por el que se está reemplazando el modelo carbónico, va convirtiendo a la clase trabajadora en la "parte olvidada" de todo lo que nos rodea. Resulta obvio que los combustibles fósiles no tienen demasiado futuro porque no es favorable para la vida en la tierra la continuación del deterioro de la naturaleza, pero a la vez se ignora el "aspecto humano" de esta, la naturaleza humana, porque para vivir hay que buscar trabajo, y en el capitalismo eso significa que muchos dependemos de un salario.

Así que se cierran minas y fábricas, se destruyen cientos de miles de empleos en todos los países y sectores, y se deja a todas esas personas, que tienen hipotecas que pagar, críos a los que costear sus estudios, familias que mantener, en la puñetera calle, con una mano delante y otra detrás.

La chaladura de algunos hasta alcanza a defender la idea de que las pensiones públicas no son sostenibles porque ya hay demasiados viejos. Se ve que los aparatos ideológicos del poder lo han estado haciendo bien. Esto se lo he oído no sólo a gentes de derechas, ni muchísimo menos, aunque alguno no se acordará de haberlo dicho: sostienen su falacia en que por causa natural terminamos muriendo todos, y como las poblaciones están más envejecidas que antes, por eso el sistema no es sostenible. Poco tiene que ver eso con la causa real.

El objetivo de las reformas de pensiones que se están llevando a cabo, tanto en Francia como en España y en cualquier país, es privatizar las pensiones públicas, porque las pensiones de la seguridad social no le generan beneficios al capital pero las de los planes privados, que a diferencia de las otras están basadas en comisiones (no se recibe, en el momento del rescate, todo lo que se aporto al fondo) sí que se los generan. 

Esa es la finalidad de las citadas reformas. Como la mayoría de los trabajadores no pueden permitirse costear pensiones privadas porque han de pagar las respectivas comisiones (como los intereses en los préstamos, pero aplicado a una circulación monetaria inversa), eliminando las pensiones públicas se consigue que los trabajadores aumenten el margen de plusvalía producida para los explotadores. 

Aunque para legitimarlas se aluda a la defensa del medio natural o un balance entre ingresos (cotizantes) y gastos (trabajadores jubilados y otros pensionistas), tanto la transición ecológica como la reforma de las pensiones persiguen lo mismo: favorecer la millonarias y multimillonarias inversiones capitalistas, tanto en el sector energético y del transporte, como en el financiero y de los seguros.

No estoy hablando ni de la transición que me gustaría, ni de una reforma que nos pudiera ser más favorable, sino de lo que hay en el capitalismo, y sin pretensión alguna de ignorar los matices dentro de ese sistema económico de explotación y dominación. Pero son ustedes muy libres si quieren deleitarse o incluso masturbar su imaginación con cualquiera que sea su fantástico ideal. 

Luego cuando se vuelvan a dar de bruces con la realidad de este sistema económico y social basado en la explotación no se pongan a atropellar políticos con el coche, como varios que ahora son de Vox y que hace diez años estaban megáfono en mano en alguna plaza española, aplaudidos por decenas de agitamanitas inclusivos y cortejados por cientos de indignados tolerantes, supervisibilizados desde el poder mediático y corporativo. Los políticos sólo son sus gestores, por si no quedó lo suficientemente claro. 

Ya veremos si la historia se repite.


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