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Espacio de producción propia, reproducción ajena y discusión de teoría analítica sobre estructura, relaciones y cambio sociales, y de difusión de iniciativas y convocatorias progresistas.

viernes, 27 de marzo de 2020

Se avecina un año desapacible

Por Arash

Es evidente, y una jugada muy hábil por su parte, que Pedro Sánchez, a quien últimamente veo muy cómodo y tranquilo en su tribuna presidencial cuando retransmiten sus embaucadoras comparecencias, está dosificando poco a poco la información de la duración de la cuarentena, que se prorrogará durante semanas y probablemente meses.

Está siendo igual de recatado en transmitirla que al comenzar a establecer el confinamiento con la declaración del estado de alarma, cuando desde las instancias científicas se nos avisaba de la posible propagación de la enfermedad y de la necesidad de tomar medidas urgentes para contener el crecimiento del número de infectados. El conocimiento público de dichos avisos a través de los noticiarios e informativos actuó como la válvula de control del gobierno en el flujo de esa información.

Por otra parte, muchos de esos trabajadores a los que increpan los gilipollas y centinelas parapoliciales de las terrazas, que bien podrían volver a encerrarse en las cloacas de las que se han asomado antes de manifestar sus "inteligentes" opiniones, acuden a sus puestos por imperativo legal, porque si la empresa no quiere cerrar sus instalaciones el contrato laboral les obliga a presentarse allí, tal y como establece el Estatuto de los Trabajadores.

Hay algunos a quienes este gobierno de progres, por los progres y para los progres no desea molestar demasiado. A menos medidas de contención y a más demora en la aplicación de las que se lleven a cabo, más rapidez en la propagación de la pandemia y más carga de pacientes en los hospitales, y menos tiempo hasta llegar y sobrepasar el "pico" de nuevos contagios, porque hay un mayor coste humano que en muchísimos casos se está pagando con una muerte evitable, sin camillas ni respiradores. Buscar el equilibrio adecuado es una gran terapia de choque contra la expansión de la pandemia, si pensamos en el capital.

Lo reitero: a excepción de la curva de contagios, que es una cuestión que se puede entender sin ser un primor en la materia, del mismo modo que se puede comprender que la tierra es esférica y está achatada por los polos sin necesidad de haber estudiado en la NASA o ser astronauta, lo criticable en todo caso, desde el punto de vista de quienes no somos médicos está en la gestión de la irrupción del virus, no en su naturaleza contagiosa ni en la biología del ser humano (el efecto sobre la salud depende de la edad o el padecimiento de patologías previas, por el estado del sistema inmunitario) ni mucho menos en las creencias de los conspiranoicos que son eso, simples creencias. Pero qué sabré yo de curvas platicúrticas y mesocúrticas ni de la influencia que tienen las medidas que se tomen o se dejen de tomar: si estás en contra de este gobierno, estás a favor del virus.

Quienes sí debe pensar el presidente, con razón, que son poco espabilados son bastantes de sus electores, porque ya les ha recordado veintisiete veces que el virus no discrimina por territorios (estaría pensando en los nacionalistas catalanes, molestos por la concentración de funciones en el gobierno central), por ideologías (íd agarrandoos los huevos o lo que tengáis a mano con independencia de que les hayáis votado o no) o por clase social, y no parece que ciertos contingentes de aquellos -en particular los "radicales" votantes de Unidas Podemos, que son la tendencia- hayan dejado de poner en práctica su especial habilidad para encumbrar en el Tonter u otras redes sociales a su gobierno de coalición, deslizando toda la responsabilidad política hacia los de las anteriores legislaturas y, en general, eludiendo la de ese al que eligieron en las urnas: otra práctica de la nueva política que han asumido, como la de aceptar el incumplimiento de las promesas hechas en campaña. Me pregunto si habrán reparado en la posibilidad de que todo aquel que busque legitimar sus insuficiencias políticas trate de presentarlas como sucesos inexorables que escapan a su control.

Hablar del coronavirus sin tener ni idea de lo que se dice -Pedro Sánchez la tiene- y contradiciendo la palabra de los médicos está mal, fatal. Creer que la expansión de la pandemia en el país ha cambiado la orientación política del gobierno desde sus intereses de clase hacia el interés general, lo mismo, y quien así lo crea por alguna de las medidas que ha aprobado o diga que vaya a aprobar alguno de los de Europa o el planeta entero, como ciertas estatalizaciones de empresas que se lo haga mirar, porque ignora la naturaleza del Estado y que la burguesía también puede planificar la producción, de acuerdo a sus necesidades particulares. Sánchez, por cierto, no es un experto pandemiólogo, aunque sus constantes menciones a la naturaleza del virus permitieran bromear con ello, sino que tiene su propio equipo de asesores.

Seguramente nada volverá a ser como antes, como no lo fue después de la época fuerte del terrorismo, del 11-S en Nueva York o del 11-M en Atocha. Cuando se terminó, muchas de las medidas "antiterroristas" que se implementaron continuaron vigentes o presentes de alguna manera en los ordenamientos legales.

La Comunidad de Madrid (PP), por ejemplo, y el gobierno estatal que parece que replicará su iniciativa a nivel nacional, promovió una primera versión pública y descargable de su aplicación de autodetección del coronavirus (CoronaMadrid) que, además de la posibilidad de la geolocalización por satélite, exige la recolección de datos personales sin anonimizar con dudosas finalidades. Aunque han sacado una versión posterior para suplir sus carencias legales y su incumplimiento del Reglamento de la Unión Europea relativo a la minimización y el tratamiento de los datos (ahora estarían sin anonimizar sólo mientras durase la emergencia, antes ni siquiera se ponía límite), muchos de ellos son excesivamente intrusivos y siguen pudiendo ser cedidos a la empresa privada y a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Un progre al que le ha ido bien en la vida, Chema Alonso, actual CDCO (Chief Digital Consumer Officer) de Telefónica, experto en ciberseguridad y defensor de la iniciativa, diría que no es momento de críticas, y se quedaría más ancho que largo.

La medida está inspirada en otra análoga implementada en Corea del Sur, que según algunos que pensarían con cinismo que se ajusta a un modelo preventivo "caracterizado por la prevención y la colaboración ciudadana", es parte de un "ejemplo de civismo y gestión eficaz" frente al modelo autoritario y militarista de China. No dudo de que haya países más autoritarios que otros, pero que a esa valoración se la haga depender de la mayor o menor afinidad de sus gobiernos por el de Estados Unidos, la UE, la OTAN y en definitiva uno de los polos del imperialismo, como tienden a hacer George Soros, la Open Society, la Freedom House y las oenegés de globalistas liberales y ultraliberales -mayoritariamente financiadas por los republicanos y los demócratas- es un truco repugnante muy viejo.

China es otra dictadura capitalista, y no estaba pensando en los manifestantes derechistas y ultraderechistas de Hong Kong, que buscaban algo más parecido a un Estado como el de Taiwán, en donde pervive cierta herencia cultural de la dictadura del Kuomintang (Partido Nacionalista Chino) y en donde tienen su propio mausoleo de exaltación fascista dedicado a Chiang Kai-shek, como el Valle de los Caídos en España. Yo estaba pensando en los obreros y los estudiantes de la parte continental que pusieron en aprietos al partido "comunista" oficial en las calles hace dos años, frente a la represión del gobierno y la policía, porque allí también hay explotación en los centros de trabajo y las organizaciones comunistas de ese país están en la clandestinidad.

En las sociedades occidentales, cuya confianza en la democracia no tiene límites, es más habitual que los poderes fácticos divulguen el miedo a través de sus medios de comunicación de masas (son los primeros que inauguraron el estado psicológico de alarma pero que nadie se engañe con sus intenciones porque no son desinteresados), lo que puede convertir a ciertos individuos en una especie tenebrosa de vigilantes confinados que aplauden agresiones policiales desde las alturas como bestias en un anfiteatro romano, de esos que se ven en algunos vídeos que circulan por las redes sociales y los teléfonos móviles e incluso, en general, sembrar la aceptación y la resignación social ante el previsible horizonte de sucesos del senil capitalismo en plena crisis y descomposición.

Espero que nadie se haya confundido durante su lectura, y haya creído que reconocer la actual coyuntura como una ocasión en la que se podría aprovechar para intensificar aún más el control de la población en sus desplazamientos o en sus actividades, erradicar conquistas sociales, restringir libertades básicas, y lobotomizar a unos cuantos sujetos más en un sentido autoritario, mientras se siembra cierto sentimiento de "unidad" (el otro día al presidente le saltó la vena patriótica en uno de sus discursos televisados) que no pasa desapercibido para nadie, significa negarse a asumir la enorme importancia de conseguir que la pandemia no se extienda aún más y comience a remitir, así como la de respetar ciertos protocolos que sirvan a tal fin.

El confinamiento en nuestras viviendas durará lo que dure, pero hay un efecto añadido e innecesario en la irrupción de este virus que es necesario cuestionar, aunque a algunos no les guste. Una parte del mismo ya lo está experimentando un sector de la población, particularmente en los pasillos de los hospitales, y el otro aún está por ver.

sábado, 7 de marzo de 2020

La huelga feminista y el 8 de Marzo desde la perspectiva de género

Una vieja viñeta de El Roto,
en El País del 25 de mayo de 2018
Por Arash

Es una tendencia entre las nuevas generaciones creer que todo acto es político. En unos tiempos en los que la misma idea de la política ha sido tan banalizada y embrutecida, cualquier ocurrencia puede ser presentada como una gran hazaña hacia la consecución del fin instrumentalizado, cuando lo que les importa a sus instigadores es, en el más ambicioso de los casos, el crecimiento de la muchedumbre que lo pueda secundar. Los mesías quieren crear un movimiento tras de sí, y los seguidores quieren gratificar su deseo de pertenecer a algo superior.

De lo que sí suele ser buen ejemplo cualquier convocatoria o acción extraída del original y creativo erario del activismo contemporáneo, ya sea mearse en mitad de la Gran Vía de Murcia o descolgarse por la fachada de un edificio, es de un acto simbólico. Y precísamente por eso podrían intercambiarse por cualquier otro performance, así como aquello que se presenta como la finalidad del mismo, sin mayores consecuencias.

Uno de esos performances fue la huelga feminista del 2018, del que se cumple ahora su segundo aniversario, y que bien podría haberse quedado en la convocatoria de la manifestación que se produjo el mismo día, ya que lo suyo eran las visibilizaciones.

Porque la manifestación fue multitudinaria, pero la huelga apenas tuvo seguimiento, tal y como se desprendió de la información de la Red Eléctrica Española, que midió el consumo en las empresas y en los hogares aquella jornada. Pero los medios de comunicación, que la habían estado promocionando durante semanas, como no habían hecho nunca con ninguna otra, convirtieron el agua en vino y la presentaron como un exitazo en los titulares y noticiarios de ese y el siguiente día. No está mal hacerse preguntas.

Por si le interesa a algún curioso de esos que casi no quedan, los que se niegan a seguir la corriente hegemónica, la huelga general del 29 de marzo de 2012 se tradujo en la reducción de un 16% en la demanda energética del país, mientras que la huelga del 8 de marzo de 2018 no la alteró.

Aunque no lo necesita para justificar su pertinencia, la huelga, más allá del experimento feminista, no siempre es política. De hecho no suele serlo, e incluso en algunos países está tipificada cuando se la percibe como tal. Es el caso de España, en donde también se la prohíbe cuando sus convocantes pretenden segregarla en función de un criterio que no sea ni el sectorial ni el territorial.

Esto podría haber puesto en aprietos a la comisión que la convocó aquel 8 de marzo, porque aquella era una huelga de género, y estaban llamadas a secundarla las mujeres, tanto la empresaria como la empleada que trabaja para ella. Pero los sindicatos que se sumaron aseguraron su legalidad, al pretender redirigir el evento y convocar a los trabajadores de ambos sexos, eliminando así el efecto jurídico de la discriminación.

Curiosamente, ese intento de redireccionar la convocatoria original desde el sindicalismo se limitó a cuestionar esa segregación, y dichos sindicatos, no sólo los de las centrales mayoritarias -UGT y CCOO- sino también los alternativos, que también la apoyaron, asumieron todos ellos el planteamiento simbólico de la huelga.

La huelga es la principal acción sindical. Por supuesto, los sindicatos también hacen otras cosas, pero aquella es fundamental porque siempre ha estado unida a la defensa de las necesidades materiales más inmediatas de los trabajadores en el capitalismo, desde que el salario se impuso en las relaciones de producción. Esto es precísamente lo que ha hecho respetable al movimiento sindical, si no consideramos el modelo de la aristocracia obrera instalada en el corporativismo. El problema es cuando esas reivindicaciones brillan por su ausencia, y en consecuencia, desaparece esa defensa de la integridad del sujeto político en que se significan.

A la larga, un paro en la producción lo ganarían generalmente los empresarios, porque su capacidad patrimonial es superior a la de los trabajadores que lo llevan a cabo. Leerse una novela como la que escribió Émile Zola, Germinal, o bien visualizar su versión cinematográfica, que representan bien lo que uno se puede llegar a jugar en la huelga y que otros prefieren ignorar, les vendría bien a aquellas y aquellos que en vísperas de aquel 8-M discutían en las redes sociales si la huelga es un medio o un fin.

Otra cosa diferente es que los empresarios, que ocupan una determinada posición en el mercado como oferentes del producto laboral, se vean durante una huelga, o ante la amenaza de la misma, en la disyuntiva de ceder ante las reivindicaciones salariales que se plantean, para que la producción vuelva lo antes posible a la normalidad y puedan reanudar la generación de sus ganancias, o bien negarse a hacerlo y continuar arriesgando su posición frente a la de sus competidores. Pero ya hemos dicho que la huelga feminista era una huelga simbólica: por eso fue facilitada y obtuvo gestos de apoyo desde el empresariado de las pymes, y también desde de los monopolios, desde la iglesia, desde la monarquía, desde los medios de comunicación. Algo nunca visto hasta la fecha.

La "brecha salarial", que las feministas denuncian desde la perspectiva de género, tampoco era ejemplo de ningún hipotético carácter reivindicativo de la huelga, como no lo sería una exigencia por el compromiso verbal, ni siquiera por escrito, para que una patronal afirmara querer mejorar las condiciones de vida de los trabajadores empleados por sus asociados, así en literal y sin más detalle. Si una huelga se planteara así, en esas condiciones tan generalistas, correrían a firmarla los patronos. Y algo así es lo que pasó con la huelga del 8-M, que se ganó la simpatía de los sectores del poder antes citados. En una huelga de clase, sus instigadores jamás delegarían la responsabilidad de concretar sus reivindicaciones a los empresarios, sino que tratarían de asumirla.

El manifiesto que sirvió de convocatoria al público era una macedonia de referencias hacia cuestiones absolutamente de lo más diversas. No me refiero a ninguna de las realidades puntuales que mencionan, por terrible que sea alguna de ellas sino a la manera en que son presentadas, en la línea de ese estilo típico de algunos panfletos y publicaciones incendiarias de las redes sociales, desde las que se busca aprovechar la capacidad del lector para imaginar aquello que más le satisfaga durante su lectura, mucho más que la concreción de las ideas y la claridad expositiva en la transmisión del mensaje, y que contribuyen a crear un estado de efervescencia colectiva y a divulgar la identidad.

Hay muchos ejemplos en los que se podrían concretar las reivindicaciones salariales de una huelga de clase: cuando no se reconoce una categoría profesional pactada en el convenio, o la relación jurídico-laboral en los casos de contratación en fraude de ley, cuando no hay contrato o ante su ocultación en la oficina de Recursos Humanos, al producirse una variación en el sueldo debido a una reconversión en la empresa, para lograr la readmisión de una plantilla despedida tras una inversión tecnológica, o para que se paguen las horas extras no pagadas o mal pagadas.

La discusión misma de la llamada "brecha salarial" requeriría, en todo caso, un análisis serio de la cuestión y no sociología barata. Otra cosa son los tipos de contrato, la categoría profesional o el sector de actividad, diréctamente relacionados con la renta salarial personal pero de ahí a intentar justificar el patriarcado hay un trecho bien grande.

La perspectiva de género no parte de la consideración de las relaciones salariales y el papel que juegan en la producción, por mucho que se las pueda mencionar superficialmente, sino de una dicotomía mediante la que se busca la manera de desplazar el conflicto social desde la contradicción capital-trabajo y la lucha de clases hacia el interior de la clase trabajadora, de ahí la obsesión por la "brecha salarial" y no por la diferencia entre salarios y beneficios y su participación relativa en la renta nacional.

Por eso el llamamiento a la huelga feminista también intentó extender el paro en el sector de los cuidados, que es tan importante como los demás, en los casos no condicionados por las relaciones salariales. Es decir, en el hogar propio, para entendernos. Era coherente con la perspectiva del género: puestos a convocarla, tenían que intentar que las mujeres trabajadoras se abstuvieran de desempeñar las tareas domésticas durante la jornada.

Es así que se ponía de manifiesto el carácter insolidario de la huelga de cuidados, no ya por la falacia que esconde el recurso a una acción de confrontación, que es a la que se refería la ilustración del agudo viñetista que encabeza esta entrada sino porque, para poder sostener en el tiempo una huelga de clase, realmente combativa y reivindicativa, es necesario el reparto del tiempo de trabajo doméstico, entre otras muchas cosas el que se dedica al cuidado de los niños.

Al mismo tiempo, la alusión al "techo de cristal" ya era directamente la expresión grosera de la aspiración de una minoría de mujeres para entrar a formar parte de los consejos de administración de las empresas, y alcanzar ocupaciones de directivas y empresarias, en donde se concentran las rentas más elevadas, mientras las demás siguen trabajando duro, en ocasiones bajo las condiciones laborales que se imponen en la hostelería, o en la industria alimentaria, parasitada por empresas de trabajo temporal.

Aún hay por ahí quienes dicen que la empresaria tiene más sensibilidad con sus empleados. Como Sol Daurella Comadrán, la de los despidos masivos en la planta embotelladora de Coca Cola en Fuenlabrada.

Y ahora a celebrar el 8 de Marzo. Hay muchos días en el año para celebrar performances, huelgas de género y demás actos simbólicos, pero el día internacional de la mujer trabajadora ya ha sido reconvertido en una de estas jornadas tan desclasadas, modernas y creativas.