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Espacio de producción propia, reproducción ajena y discusión de teoría analítica sobre estructura, relaciones y cambio sociales, y de difusión de iniciativas y convocatorias progresistas.

martes, 13 de febrero de 2018

Del esencialismo y la manipulación política de las emociones

Por Arash

Tantísimas veces y en tantos lugares me parece sobradamente probado, demostrado el hecho de que la finalidad de nuestro sistema económico y social no es la consecución de ninguna exigencia de la humanidad para consigo misma ni en su propio favor y provecho, de entre ellas las de salir de nuestra ignorancia, no derrumbarse ante la apatía y, por supuesto, comer, que se encuentra en la base de todas las demás. No creo que vivamos en ninguna democracia que no sea la ficticia que impone la burguesía, que intenta que nos creamos todos soberanos, y que se manifiesta en la ideología.

Por el contrario, la finalidad de aquel es la acumulación de capital. Este último ejerce una dictadura irracional y mortífera que es ajena, por el momento, a toda voluntad humana, en términos prácticos, prescindiendo de cada vez más parlamentos, una vez reconvertida la izquierda en representante de intereses totalmente ajenos a los del proletariado. Pocos son los que asumen la responsabilidad que tienen ante lo que ocurre a su alrededor, y muchos los esbirros conscientes e inconscientes del poder que no pretenden que los explotados se apropien de él para ejercer su voluntad sobre nuestro futuro como especie, como género humano.

Sucede que el sistema económico y social ha cambiado en los últimos tiempos, siempre lo ha hecho. Pero en paralelo con el nuevo impulso de acumulación que supuso la aparición de las llamadas tecnologías de la información y la comunicación, se ha ido manifestando cada vez más en la ideología dominante lo que podría ser un anticipo del ejercicio del poder, de los sistemas políticos y parlamentarios -que no son lo mismo que aquel, aunque tengan que ver- y de la vida social en general en un futuro no necesariamente demasiado lejano.

La falsa conciencia es un recurso avanzado de la injusticia que hemos pagado bruscamente varias veces en la historia reciente, y lo es porque, si bien las prácticas que cuestionan el orden socioeconómico (nada que ver con eso que hoy se denomina anticapitalismo, puro "simbolismo" inefectivo contra el capital) pueden ser enfrentadas de forma violenta, aquellas ni siquiera llegarían a producirse con una humanidad totalmente ignorante. El propósito de la emancipación del ser humano necesita ser reasumido de nuevo, y que se haga sobre la base misma de la situación actual, sin falsos trucos para ahorrar tiempo. Entiendo que las cosas no avanzan en el sentido que debieran hacerlo según lo dicho hasta ahora, y es por esto que deseaba compartir la siguiente reflexión.

Supongan que alguien dice o escribe el adjetivo "todos" durante la realización o el desarrollo de su discurso. El sustrato material de dicho adjetivo hace que el sujeto que percibe, a través de sus sentidos, este objeto y otros presentes en su «alrededor temporal o espacial», imagine o evoque en su mente una o varias ideas determinadas. Hagan la prueba y vean todas las letras de ese adjetivo que acabo de escribir, a ver qué se les ocurre.

En la lengua castellana que aprendemos casi todos los que nacemos y crecemos en el territorio de España, está reconocido por la Real Academia Española de la lengua -de momento- uno de sus significados en particular: se trata de una forma gramaticalmente válida, según reconoce dicha institución (también otros diccionarios alternativos al de la RAE) para referirse a todos, de cualquier condición sexual, y debiera serlo también con respecto a la identidad sentida en torno a la misma, a las preferencias sexuales, o a otras cosas.

A pesar de la esquizofrenia colectiva y la tendencia generalizada a la imaginación indiscriminada y descontrolada (porque es irreferente a una realidad cuya cognoscibilidad misma, su potencialidad de ser conocida por nosotros, es puesta en cuestión con demasiado entusiasmo) de relaciones o vínculos entre ideas que alcanza hasta lo absurdo, no hace falta sentir, sin embargo, simpatía alguna por la monarquía, ni por la naturaleza burguesa del Estado y sus instituciones, ni tampoco ser un supremacista del género sexual, de la raza o de ningún otro subgénero humano para lograr comunicarnos satisfactoria y eficientemente -lo que implicó históricamente la aparición de las diferentes lenguas del mundo o, mucho más tarde, la invención de la imprenta- entre todos los que utilizamos el castellano, algo que sólo es posible entre quienes tengan tal predisposición, claro está. Con el que no quiere, no se puede discutir.

¿Es esto una mención superficial o impertinente? No, al menos en el desagradable mundo en el que vivo, en el que unos nuevos superficiales cruzados no sólo "volvieron a darle la vuelta" a la dialéctica hegeliana sino que rechazaron, sin importarles demasiado las objeciones al respecto, al clásico y vilipendiado materialismo filosófico en el conjunto de sus diversas especialidades académicas, y que tiene sus propias etiquetas discriminatorias y demás denominaciones alternativas.

La escéptica "crítica de los grandes relatos", es decir, la crítica de la ciencia y de la modernidad realizada por los académicos de hace más o menos cincuenta años, terminó dando a luz a una nueva especie de empirismo de las identidades, a la vez que a nuevas ideas "esenciales" y flotantes en buena parte del, sin lugar a dudas, creativo imaginario colectivo, si es que no ha desembocado en el mar muerto de la absoluta desidia y desistimiento con respecto a las posibilidades sociales del conocimiento y en el regreso al dogmatismo más repelente y preocupante.

En algunas ocasiones, y sin tratar de generalizar, aquella aversión no es más que la pereza intelectual, mal disfrazada de crítica, de unos viejos y "nuevos" políticos, politólogos, hazmerreíres y demás aspirantes a payasos de la izquierda y la derecha radicales, que están recuperando las peores tradiciones europeas del soberanismo y la identidad, desde el Unidos Podemos de Pablo Iglesias y la Coalición de la Izquierda Radical griega (SYRIZA) de Alexis Tsipras, hasta el Frente Nacional de Marine Le Pen (la formación con respecto a la que el propio Iñigo Errejón, podemita, admitió un vínculo en Podemos), el nuevo republicanismo conservador de Donald Trump y sus seguidores mundiales o los Griegos Independientes de Panos Kamenos (el ultraconservador a quien Tsipras invitó a la cartera ministerial de Defensa, que finalmente ocupa desde entonces), pasando por los "marchistas" -que no marxistas- franceses de la candidatura liderada por Emmanuel Macron ("¡En Marcha!") y los italianos del partido-movimiento "naranja", que concurrieron a las elecciones de aquel país en 2013, en la coalición "Revolución Civil". En todos ellos se habla de la identidad, de la soberanía, de la cultura, de la patria. Huelen todos ellos que tiran para atrás.

Estos últimos -los "naranjas" italianos- concurrieron a dichos comicios junto con los pseudocomunistas, por cierto. Será que como las ideologías son ahora "identidades" -lo único que ven los identitarios, inclusivos, exclusivos, transversales o negacionistas de la ideología- cualquiera es comunista o liberal, progresista o conservador. ¡Demasiadas veces me han preguntado «¿y tú qué eres?» en el devenir de una conversación en la que pretendían conocer mis convicciones y mis compromisos!

Les aseguro que no me preguntaban de qué equipo de futbol era, aunque así es como muchos se imaginan la ideología y actúan en el desempeño de sus relaciones sociales de afinidad, confundiendo aquellas que tratan de convertir en "empoderantes" (o como sea que denominen a sus intenciones de transformación social) con la acción y el compromiso ideológico y político a veces, incluso, pretendida y vanamente anticapitalista. Luego, estos progres hablan gratuitamente contra el enchufismo y la política de los amiguetes del PP. Ahora lo negarán como bellacos, pero los que me han preguntado «¿y tu qué eres?» o más directa y descaradamente «¿eres comunista?», sólo querían poder clasificarme en sus estándares mentales -unos que no estaban dispuestos a modificar en absoluto- para saber cómo habrían de comportarse conmigo, en base a sus ideas preconcebidas del mundo y de los demás.

El caso es que un periodista británico, John Carlin, tenía completa y justa razón cuando dijo, en un artículo publicado en El País hace unos tres años, que "la presión conformista ejercida por la policía religiosa de las redes sociales, el miedo a la crucifixión verbal que padecerá cualquiera que discrepe de la ortodoxia de la manada", y la actitud inquisitorial -fascista "lite", matiza significativamente el escritor británico- de quienes pertenecen "a una generación mimada" que "ha tenido la suerte de ir a la universidad", han tenido como consecuencia, continúa el periodista, "la aparición de una generación de adolescentes y veinteañeros psicológicamente delicados que detectan ofensas donde sus padres -y más aún los padres de los padres, que vivieron guerras- no se las hubieran imaginado".

Ya me ha tocado ver, por desgracia, a un semejante en el pellejo de tener que lidiar con esa cultura "en la que todo el mundo debe pensar dos veces antes de abrir la boca", tal y como parafrasea Carlin de ciertos académicos (véase artículo), y cuya experiencia es la que desencadenó la redacción de esta más que breve reflexión. En ocasiones -añadiría yo- el desafortunado debe intentar adivinar -quizás prestando atención a los gestos faciales- incluso si aparecerá más tiempo del "considerado" como "adecuado" por el ofendido, sorprendente "consideración", tan subjetiva y proveniente de lo más profundo del alma ardiente del inquisidor, de la que recientemente fui testigo cercano durante una exposición pública de ideas y argumentos -criticables como todos- que fue simplemente ignorada, todo ante cierta impotencia y la expresión de una más que comprensible incomodidad y molestia por parte de la víctima. El tema no va de feministas, por cierto. Estos últimos, mujeres u hombres, son víctimas en todo caso de la susodicha cultura. El tema va de considerados, para dejarlo claro.

Y es que sólo alguien prejuicioso podría percibir aquel sustrato material de la idea evocada de todos, cinco letras escritas con tinta sobre un papel vistas con los ojos de manera secuencial, u ondas mecánicas articuladas por las cuerdas vocales, propagadas en medio aéreo y percibidas con los oídos -qué mas dará si algunos/as terminan pensando con el culo y rindiéndole culto a la ignorancia- y evocar, en su lugar, una idea exclusiva de la masculinidad insinuando, en un ejemplo representativo de lo que no puede ser sino un arduo y complejísimo proceso de comunicación telepática, sutil y admirable intento de "introspección ajena" (tiene nombre: extrospección) o algún tipo de interconexión mental y psíquica que estoy expectante por conocer, que el locutor pretende referirse sólo a los varones de este planeta y, con todo ello, contribuye a favor de la desigualdad de género y es un opresor.

No sólo nos enfrentamos a los designios e insinuaciones de los aparentemente únicos prejuiciosos, señoras y señores que mantienen y ejercen su capacidad y libertad de crítica. Nos enfrentamos también a las insinuaciones y quehaceres de los prejuiciosos que pretenden cuestionar unos prejuicios (y todo lo que pillen por delante, sea cierto o no) con los suyos propios, y que ignoran el discurso del locutor al que dirigen su ira -el contexto argumental del uso del adjetivo "todos", por ejemplo- en vez de criticar sus argumentos y de juzgarlos junto con sus actos. 

El choque entre prejuicios, entre identidades de grupos y "colectivos" (qué palabra tan de moda), me recuerda mucho al comentario que realiza el actor acompañante, durante una de las tantas conversaciones de la película "Uno de los nuestros" ("GoodFellas" en versión original), del neoyorquino Ray Liotta (en su papel del mafioso estadounidense Henry Hill). Cuando aquel trata de convencer al actor que representa a Hill (Liotta) de que le acompañe a una cita con una mujer judía, le dice con cierta indignación: "No quiere salir sola con un italiano. Tiene ciertos prejuicios. ¿Puedes creerlo? ¡En los tiempos que corren! ¡No sé dónde coño vamos a parar! Es gracioso, mira que tener prejuicios, una judía... ¡y además contra los italianos!".

Los practicantes de esta nueva religión definen a sus "enemigos" sencillamente porque los sienten como personas ofensivas en sí mismas, en determinados momentos o en determinados lugares en los que no lo debieran ser en absoluto; definen a los "otros" por lo que sienten como personas cuya sola presencia y existencia "ofende" -y además, pretenden que ofenda- en determinados ámbitos en los que todo el mundo debiera tener reconocido su derecho a hablar, el ámbito académico en particular aunque no en exclusiva.

Les gusta plantear la realidad social al estilo de como incita a hacerlo la representativa máxima de «este viste de mi color así que respeto todo lo que dice», y viceversa. Y se suponía que, no ya la Universidad, sino la vida misma te enseña que las personas que forman parte de ella y las relaciones que establecen son fenómenos complejos, todo lo contrario a lo que presupone ese hooliganismo de considerados, que resulta que tiene uno de sus epicentros de propagación allí, en los claustros y en los pasillos de las facultades, como bien señalaba Carlin. 

Qué caro nos está costando, todavía, el que los filósofos, los sociólogos, los economistas, los politólogos, los psicólogos de la academia hoy dominante hayan renunciado a la centralidad del trabajo en las propuestas de cambio social, regresando a la vieja concepción de que para la consecución efectiva de este último, los centros y los tiempos de trabajo no son más que espacios ("campos") y momentos superfluos, menos que secundarios. 

Aquí dentro están, por cierto, los mismos teóricos que cuando hablan del siglo XX sólo se limitan a ver el indeseable y peligroso enfrentamiento militar y potencialmente nuclear entre dos superpotencias mundiales (a su pesar, muchos gobiernos comunistas de los llamados países socialistas, u otros más o menos relacionados, participaron activamente en el Movimiento de Países No Alienados), sin querer entender que el bloque "del este", y la Unión Soviética en concreto, era también uno de los centros de la cultura en la que más se cuestionaba el capitalismo, atacada desde todos los flancos durante su proceso de disolución por los cruzados antimaterialistas y crucificada como "economicista", en un sentido que nada tiene que ver con la crítica que realizaron los revolucionarios del economismo en la histórica corriente de la socialdemocracia, después recogida por los estudiosos del marxismo ruso y posteriormente soviético. 

Los académicos de las universidades de la URSS decían sobre el economismo que era una "corriente oportunista [que] procuraba circunscribir las tareas del movimiento obrero a la mera lucha económica (mejora de las condiciones de trabajo, elevación de salarios, etc)", cuando las facciones revolucionarias de la socialdemocracia apuntaban ya el cuestionamiento de la propiedad capitalista. Hoy este economicismo o economismo también es señalado, pero desde el puro conservadurismo anticomunista, y en una situación de desmovilización y desorganización general de los trabajadores, con sus justas excepciones.

No parece descartable que el "fascismo lite", que decía Carlin, esté valiéndose de pretensiones como las que se están mencionando. Básicamente y en resumen, podrían consistir en una generación, en base al "vulnerable estátus emocional", de nuevos consensos acerca de los significados del lenguaje y de otras expresiones de la opresión, como lo hace el nacionalista que aprovecha los fenómenos de la crisis del capital, el consecuente ahorro salarial y la tendencia a la intensificación de la explotación (reducciones salariales a la par que aumentos de la carga laboral, despidos y "falta de trabajo") para evitar a toda costa la organización de la lucha contra el capitalismo (es decir, la organización del proletariado con vistas hacia su unidad) y le da la engañosa apariencia de un conflicto étnico, internacional o racial para que las fuerzas productoras compitan, peleen y hasta se maten entre sí por patrias que la condenan y trapos que en absoluto la representan.

Recurren al estigma infundado de la sospecha, al señalamiento, a la acusación precipitada, como mostró a finales del año pasado el economista David de Ugarte [*] en referencia al feminismo (lucha por la igualdad entre las mujeres y los hombres) y a la militancia por los derechos civiles de los negros (históricamente excluidos de su reconocimiento legal) en Estados Unidos, que estaban comenzando a "entrar" en crisis, o quizás profundizando su inmersión en una que ya existía. Me refiero, en cualquier caso, a la época del Sesenta y Ocho, en mayúsculas, y a las críticas del feminismo y del movimiento por los derechos civiles entonces hegemónicas, que no a las brutales, desafiantes y combativas luchas obreras que sacudieron Europa y a las que tantas veces se enfrentaron los "radicales" y falsos revolucionarios en sus contramanifestaciones. 

En palabras del economista, "la vieja feminista era de repente sospechosa si no utilizaba el «los/las» contínuamente", y los militantes negros por la igualdad entre ellos y los blancos, fueron resignificados, por los prejuiciosos en cuestión y los practicantes de la "cultura de la adhesión", como parte de una "comunidad imaginada de la raza", separando artificiosamente sus propósitos por el reconocimiento de la igualdad ante la ley de los negros y los blancos en un país en el que hasta hace bien poco no lo eran, del de los militantes blancos que también estaban comprometidos con los derechos civiles.

Me parece importante insistir, finalmente, en que no debemos confundir esta cultura autoritaria y esta práxis de resignificación de la realidad, con las luchas contra la opresión del ser humano por el ser humano, lo que nunca debió dejar de significar en ninguna medida ni el feminismo ni el movimiento por los derechos civiles.

La ideología conservadora lleva mutando un tiempo hacia formas que debieran ser más descaradas ante los demás, y haber sido reconocidas como tal. Las formas ideológicas que contribuyen a preservar y legitimar el orden social y que entendemos como liberales, están comenzando a llegar a su fin. 

En el fondo, esto no es más que parte de la radicalización de tales presupuestos liberales en su característico color postmoderno (he ahí la obsesión casi enfermiza de estos últimos con el concepto de la representación y su cuestionamiento de la democracia), porque el liberalismo ha sido la ideología mayoritaria entre las filas de la burguesía durante el pasado ciclo de expansión económica (1945-1975), y la crisis ha estado centrifugando hacia la desposesión y el proletariado (o bien amenazando y amagando con hacerlo) a sectores cada vez más importantes de aquella, convirtiendo el fascismo en la tendencia de futuro

Si bien la liberalización de la izquierda ya comenzó con la renuncia del programa revolucionario (aceptación de la democracia burguesa y caída en el reformismo sistémico) y la reconversión de la vieja socialdemocracia de marxista a keynesiana, hoy ha terminado sustituyendo completamente y de manera irreversible lo que quedaba de su programa de reformas sociales por las inútiles y engañabobos demandas "democráticas" de la pequeña burguesía.

Todo ello en beneficio de un comunitarismo que cada vez le deja menos margen a nuestra capacidad de pensar, insulta la inteligencia y niega el conocimiento como aspiración social deseable, meta que sólo cada uno de nosotros podemos asumir como uno de nuestros objetivos vitales.

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NOTA:

[*]: El vínculo señalado para la lectura de la reflexión de David de Ugarte durante la exposición de este artículo, no redirige hacia su web personal (aquí dicha reflexión en su web original, en el blog de Las Indias), sino al blog de Marat, quien la reprodujo en su propio espacio, y a la que incorporó su propia nota editorial, que he considerado conveniente divulgad adicionalmente.