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Espacio de producción propia, reproducción ajena y discusión de teoría analítica sobre estructura, relaciones y cambio sociales, y de difusión de iniciativas y convocatorias progresistas.

martes, 26 de marzo de 2019

Volver a comenzar

Por Arash

En más de una ocasión, los afiliados de algún partido comunista del ámbito estatal han intentado convencerme de que formase parte de su proyecto.

En la mayor parte de los casos sin ningún tipo de maldad, aunque casi siempre bajo una apariencia de no pretender hacerlo que pronto confirmaba mis sospechas con cierto descaro, como si alguien les hubiese dicho que tienen que convencer sutilmente a los demás para que entren a formar parte de su organización, o lo que sería más grave, como si hubieran entendido eso al leer a los revolucionarios.

En ninguna de ellas he tenido la sensación de estar ante la posibilidad de formarme y aprender de los mejores exponentes de los desheredados, y ni siquiera eso me resultaría un problema para asociarme con ellos. No soy ortodoxo y además conozco más o menos dónde me ubico en mi proceso de aprendizaje vital. Sin embargo, sé que mi ideología no va con la de dichas organizaciones ni, además, sería compatible con una hipotética militancia dentro de las mismas, pues arrastran una cultura que les impide avanzar y viene de lejos.

Durante el proceso en el que el solitario conformó en su persona la Secretaría General del PCUS, fueron muchos los marxistas injustamente expulsados, apartados del gobierno, enviados a prisión o directamente ejecutados. La mayoría de estos últimos eran bolcheviques.

No lo fue Nikolái Dmítrievich Kondrátiev, a quien su filiación al ala izquierda del Partido Social-Revolucionario (los "eseristas de izquierda") no le supuso en modo alguno, excepcionalmente, un obstáculo para dedicarse a estudiar los ciclos de onda larga de la economía.

Quien ignore su relevancia debe saber que el carácter cíclico de la acumulación capitalista es un patrimonio marxista de la ciencia que los economistas se vieron obligados a asumir para tratar de mantener la credibilidad de su disciplina, tal y como hicieron Schumpeter o Keynes, empeñado este último en atenuar "desde abajo" la amplitud de las oscilaciones mediante el recurso puntual al papel interventor del Estado, en su vana intención de argumentar la justeza de la propiedad burguesa. Fue fusilado en 1938, al igual que el dirigente húngaro Béla Kun, el yugoslavo Milan Gorkic, Arkadi Pavlovich Rozengolts, Mijail Chernov y un largo etcétera de personalidades más o menos conocidas.

Esta época fue la expresión álgida y más cruda, con diferencia, de un trato injusto, irrespetuoso y hasta vejatorio de larga trayectoria que tiene un correlato, como es de esperar, en una forma doctrinal de ver el mundo.

Para cualquiera que no se empequeñezca en la parte que le corresponde de su propio fracaso, resulta llamativo cómo la totalidad de los anteriores partidos en el territorio estatal han pasado, más allá de las voluntades habidas en ellos, prácticamente inadvertidos en los conflictos laborales y sociales más sonados de los últimos tiempos, aquellos que marcaron la conclusión de la "ilusión" del cambio y la promoción de una nueva minoría de políticos liberados en las instituciones del Estado, mientras los "indignados" y demás "gentes" inspiradas en ellos hacían obedientemente de cortejo.

La situación del resto de partidos comunistas en Europa no es, por regla general, mejor que la de los españoles. Aunque intentan influir en la agenda del capital, o simular la fortaleza de uno excepcional, en todo este tiempo no han dejado de ser meros grupúsculos sin capacidad real de intervención, frente a los nuevos impulsos de combatividad obrera.

La explicación debe rastrearse necesariamente en la idea que tienen del comunismo, en el que siempre han dicho justificar su comportamiento sus adversarios más desapercibidos. Si la ciencia política ya tiene que soportar, de un lado, la tergiversación que se hace de ella desde la facultad y en el parlamento, también ha de hacer lo propio con la que practican quienes se erigen en su representante con la mayor determinación, y no es menos justo referirse a esta última en vez de hacerlo solamente a aquellas primeras, porque admitir la necesidad de la revolución tampoco suple la ausencia de una alternativa real y creíble frente al curso indeseable de los acontecimientos. ¿Acaso la proponen aquellos?

Si a toda crítica le debe acompañar un proceso de formación previo, hoy la tendencia es bien diferente. Se profesa un falso marxismo inconexo y sordo consigo mismo, como si eso fuese posible en una ciencia desde la que se pretende la revolución social y desde la que se acumulan los conocimientos mediante el ejercicio de la crítica y la autocrítica, asumiendo como base la variabilidad del mundo.

En la doctrina que se divulga en aquellos se aíslan, sin contrastarse, los desarrollos futuriblemente probables e improbables, verificables e infructuosos, verdaderos y falsos que se hacen de la teoría, los unos de los otros. Hay una ausencia fatal de sentido crítico.

Por ejemplo, resultaría extraño encontrarse con que alguien se propusiera confrontar o comparar la teoría de los ciclos económicos de onda larga de Kondrátiev, que mencionaba al comienzo, con la teoría del imperialismo de Lenin, imprescindible esta última para comprender el capitalismo contemporáneo y el papel que en él desempeña el mundo de las finanzas. En lugar de ello, tenemos una lectura religiosa de la teoría, una limitación a priori del alcance de sus desarrollos, y el adoctrinamiento en un supuesto recetario de medidas automáticas del éxito revolucionario.

Consideremos el partido de "nuevo tipo", una de esas conclusiones fundamentales y más valiosas del marxismo ruso que sus intérpretes terminaron convirtiendo en una "premisa incondicional", por decirlo de una manera suave y menos ofensiva.

A lo largo de ninguno de los tres principales períodos del ciclo de acumulación de la posguerra, ya sea el de reconstrucción posbélica (1945-1975), el de la pretendida postergación financiera de la crisis industrial (1975-2007) o el de crisis agregada industrial-financiera (desde 2007) se ha variado lo más mínimo, en lo sustancial, el planteamiento de táctica política.

En nombre de su modificación, cuando se la han llegado a plantear, sólo han vendido la autoafirmación creciente de una condición de exclusividad que a mí, personalmente, me deja perplejo, y a la que recurren ante su completa falta de legitimidad política, pero salta a la vista que continúan en la marginación atravesados por las pugnas internas y las escisiones que protagonizan sus cachorros en su carrera por alcanzar puestos de mayor importancia y notoriedad.

Los trabajadores se están reorganizando al margen tanto de ellos como del resto de partidos de la izquierda, ya hablemos de partidos parlamentarios o extraparlamentarios, así como de una buena parte de los sindicatos, incluidos los alternativos a las centrales mayoritarias, mientras ellos siguen -y previsiblemente seguirán- a lo suyo, empantanados en sus enfrentamientos internos.

La postura general podría quedar resumida en una máxima que dijera «el partido de nuevo tipo es el partido comunista de la fase superior del capitalismo» y que sintetiza bien lo que, en definitiva, es una concepción etapista de la historia absolutamente inaceptable que puede contribuir a explicar el fracaso generalizado de sus partidos.

A partir de lo que significa aquella máxima puede intentarse construir todo un argumento más amplio de legitimación, pero lo cierto es que resulta indiscutible la persistencia de los mismos en intentar organizarse como vanguardia leninista, y atreverse a hablar de éxitos en dicho propósito es, simple y llanamente, un despropósito, algo descabellado.

Dicho de otra manera, mientras fracasan se practica una especie de escolástica del partido de "nuevo tipo", en el mejor de los casos. Que nadie venga diciendo que Roma no se construyó en dos días porque llevamos ya unas cuantas decenas de años, y no precisamente de progresos.

De esta manera es como la socialdemocracia actual -la nueva socialdemocracia- se agotó, una vez más, en todo el continente europeo mientras le dedicaban llamativas consignas declarando la distancia que la separaba de sus principios, pero sin que esta vez nadie haya sabido o querido apenas explotar sus errores y sus aciertos, sus posibilidades y sus limitaciones. Sólo se lo propusieron un puñado insuficiente de comunistas, muy pocos, muchos menos de los que eran a principios del siglo pasado, esparcidos en diferentes lugares, la mayoría de ellos organizados y militando actualmente fuera de los partidos.

A diferencia de la original, la socialdemocracia de nuestros tiempos no conoció un período de acumulación de fuerzas como el que precedió a la revolución de octubre, ni ha contado durante toda la posguerra europea con quien pusiera de relieve sus contradicciones ideológicas. El excomunismo la ha estado promocionando, mientras sus escisiones se han afanado en proclamar su ortodoxia sin querer percatarse del todo de que aquella surgió a partir de su propia involución.

Al respecto de todo esto, es significativo cómo un sociólogo liberal como Max Weber, partidario de defender desde su disciplina el capitalismo -algo aborrecible- tenía infinítamente más claro que ellos, con aquello de los "tipos ideales", que ninguna teoría puede utilizarse para esconder la complejidad del mundo social, por mucho que debamos estudiar sus cambios a lo largo de la historia. Y disculpen la comparación pero ni qué decir ya de Lenin, quien rememoró la frase de Goethe de "la teoría es gris amigo mío, pero el árbol de la vida es eternamente verde".

Al final resulta que ni los elogios, citas y dedicatorias más exaltadas hacia los marxistas, en comunicados y publicaciones en las redes sociales, ni la utilización abusiva de la imagen de sus mejores exponentes históricos, en actos y manifestaciones, pueden poner en la sombra toda esta lectura superficial de la teoría y la ciencia histórica que terminó desembocando, lógicamente, en una idealización del proceso histórico.

Una última cuestión antes de terminar. La llamada, por parte de las corrientes izquierdistas de algunos partidos comunistas de los años veinte del siglo anterior, como el KPD, a abandonar masivamente los partidos y los sindicatos, es un hecho secundario frente a lo que puso de manifiesto la propuesta que se desprendía de su singular postura con respecto a tales formas de organización: la incorporación inmediata de miles de obreros europeos a unas organizaciones "revolucionarias" casi únicamente imaginadas por ellos mismos -las "Uniones Obreras"- que a lo mejor existían, con suerte, en algunos núcleos industriales de la Alemania de Weimar.

Es decir, en la denuncia que el político revolucionario hace del izquierdismo, lo que se plantea de fondo es el problema de la arbitrariedad, el voluntarismo e incluso la tendencia a la exageración de las capacidades propias y ajenas por encima del análisis riguroso, antes que la expresión que adoptó entonces en la llamada al abandono de tales organizaciones. Lo que denuncia es un revolucionismo retórico, irreal, más bien.

Por otra parte, no hay un izquierdismo comunista y otro que no lo es, ni aquella persistente enfermedad infantil -hoy ya epidemia juvenil y no tan juvenil- es ajena a la que sacude a los partidos que renegaron o nunca asumieron formalmente el comunismo. Puede que pretendan salir airados de la crítica, más que vigente, tratando de limitar la validez de aquel compendio que Lenin hizo de la revolución rusa, o usándolo recurrentemente en sus enfrentamientos pero lo cierto es que la izquierda nunca ha sido una corriente comunista ni de la lucha por una sociedad sin clases.

Únicamente fue la expresión externa de la influencia poderosa del marxismo en Europa, en un tiempo pasado en el que este último contaba con lectores críticos y mucho más inteligentes y aquella, en contraste con lo que es hoy, buscaba en el modo de producción las causas y explicaciones de los males sociales inherentes del capitalismo, a diferencia de la izquierda norteamericana, que siempre lo había pretendido en el modo de consumo. Y ni siquiera en sus mejores momentos ha significado nunca comunismo.

El Primer Ciclo Revolucionario terminó hace tiempo. Para que no nos derroten de nuevo, hay que volver a comenzar por Marx. El nuevo societarismo que está experimentando la clase, ante el más que comprensible sentimiento de orfandad política, es la prueba más consistente y palpable de ello. Esto no significa ignorar ninguna aportación teórica pero requiere leerlas de manera laica y aplicarlas, si corresponde, sobre la base del método y las necesidades.