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sábado, 7 de marzo de 2020

La huelga feminista y el 8 de Marzo desde la perspectiva de género

Una vieja viñeta de El Roto,
en El País del 25 de mayo de 2018
Por Arash

Es una tendencia entre las nuevas generaciones creer que todo acto es político. En unos tiempos en los que la misma idea de la política ha sido tan banalizada y embrutecida, cualquier ocurrencia puede ser presentada como una gran hazaña hacia la consecución del fin instrumentalizado, cuando lo que les importa a sus instigadores es, en el más ambicioso de los casos, el crecimiento de la muchedumbre que lo pueda secundar. Los mesías quieren crear un movimiento tras de sí, y los seguidores quieren gratificar su deseo de pertenecer a algo superior.

De lo que sí suele ser buen ejemplo cualquier convocatoria o acción extraída del original y creativo erario del activismo contemporáneo, ya sea mearse en mitad de la Gran Vía de Murcia o descolgarse por la fachada de un edificio, es de un acto simbólico. Y precísamente por eso podrían intercambiarse por cualquier otro performance, así como aquello que se presenta como la finalidad del mismo, sin mayores consecuencias.

Uno de esos performances fue la huelga feminista del 2018, del que se cumple ahora su segundo aniversario, y que bien podría haberse quedado en la convocatoria de la manifestación que se produjo el mismo día, ya que lo suyo eran las visibilizaciones.

Porque la manifestación fue multitudinaria, pero la huelga apenas tuvo seguimiento, tal y como se desprendió de la información de la Red Eléctrica Española, que midió el consumo en las empresas y en los hogares aquella jornada. Pero los medios de comunicación, que la habían estado promocionando durante semanas, como no habían hecho nunca con ninguna otra, convirtieron el agua en vino y la presentaron como un exitazo en los titulares y noticiarios de ese y el siguiente día. No está mal hacerse preguntas.

Por si le interesa a algún curioso de esos que casi no quedan, los que se niegan a seguir la corriente hegemónica, la huelga general del 29 de marzo de 2012 se tradujo en la reducción de un 16% en la demanda energética del país, mientras que la huelga del 8 de marzo de 2018 no la alteró.

Aunque no lo necesita para justificar su pertinencia, la huelga, más allá del experimento feminista, no siempre es política. De hecho no suele serlo, e incluso en algunos países está tipificada cuando se la percibe como tal. Es el caso de España, en donde también se la prohíbe cuando sus convocantes pretenden segregarla en función de un criterio que no sea ni el sectorial ni el territorial.

Esto podría haber puesto en aprietos a la comisión que la convocó aquel 8 de marzo, porque aquella era una huelga de género, y estaban llamadas a secundarla las mujeres, tanto la empresaria como la empleada que trabaja para ella. Pero los sindicatos que se sumaron aseguraron su legalidad, al pretender redirigir el evento y convocar a los trabajadores de ambos sexos, eliminando así el efecto jurídico de la discriminación.

Curiosamente, ese intento de redireccionar la convocatoria original desde el sindicalismo se limitó a cuestionar esa segregación, y dichos sindicatos, no sólo los de las centrales mayoritarias -UGT y CCOO- sino también los alternativos, que también la apoyaron, asumieron todos ellos el planteamiento simbólico de la huelga.

La huelga es la principal acción sindical. Por supuesto, los sindicatos también hacen otras cosas, pero aquella es fundamental porque siempre ha estado unida a la defensa de las necesidades materiales más inmediatas de los trabajadores en el capitalismo, desde que el salario se impuso en las relaciones de producción. Esto es precísamente lo que ha hecho respetable al movimiento sindical, si no consideramos el modelo de la aristocracia obrera instalada en el corporativismo. El problema es cuando esas reivindicaciones brillan por su ausencia, y en consecuencia, desaparece esa defensa de la integridad del sujeto político en que se significan.

A la larga, un paro en la producción lo ganarían generalmente los empresarios, porque su capacidad patrimonial es superior a la de los trabajadores que lo llevan a cabo. Leerse una novela como la que escribió Émile Zola, Germinal, o bien visualizar su versión cinematográfica, que representan bien lo que uno se puede llegar a jugar en la huelga y que otros prefieren ignorar, les vendría bien a aquellas y aquellos que en vísperas de aquel 8-M discutían en las redes sociales si la huelga es un medio o un fin.

Otra cosa diferente es que los empresarios, que ocupan una determinada posición en el mercado como oferentes del producto laboral, se vean durante una huelga, o ante la amenaza de la misma, en la disyuntiva de ceder ante las reivindicaciones salariales que se plantean, para que la producción vuelva lo antes posible a la normalidad y puedan reanudar la generación de sus ganancias, o bien negarse a hacerlo y continuar arriesgando su posición frente a la de sus competidores. Pero ya hemos dicho que la huelga feminista era una huelga simbólica: por eso fue facilitada y obtuvo gestos de apoyo desde el empresariado de las pymes, y también desde de los monopolios, desde la iglesia, desde la monarquía, desde los medios de comunicación. Algo nunca visto hasta la fecha.

La "brecha salarial", que las feministas denuncian desde la perspectiva de género, tampoco era ejemplo de ningún hipotético carácter reivindicativo de la huelga, como no lo sería una exigencia por el compromiso verbal, ni siquiera por escrito, para que una patronal afirmara querer mejorar las condiciones de vida de los trabajadores empleados por sus asociados, así en literal y sin más detalle. Si una huelga se planteara así, en esas condiciones tan generalistas, correrían a firmarla los patronos. Y algo así es lo que pasó con la huelga del 8-M, que se ganó la simpatía de los sectores del poder antes citados. En una huelga de clase, sus instigadores jamás delegarían la responsabilidad de concretar sus reivindicaciones a los empresarios, sino que tratarían de asumirla.

El manifiesto que sirvió de convocatoria al público era una macedonia de referencias hacia cuestiones absolutamente de lo más diversas. No me refiero a ninguna de las realidades puntuales que mencionan, por terrible que sea alguna de ellas sino a la manera en que son presentadas, en la línea de ese estilo típico de algunos panfletos y publicaciones incendiarias de las redes sociales, desde las que se busca aprovechar la capacidad del lector para imaginar aquello que más le satisfaga durante su lectura, mucho más que la concreción de las ideas y la claridad expositiva en la transmisión del mensaje, y que contribuyen a crear un estado de efervescencia colectiva y a divulgar la identidad.

Hay muchos ejemplos en los que se podrían concretar las reivindicaciones salariales de una huelga de clase: cuando no se reconoce una categoría profesional pactada en el convenio, o la relación jurídico-laboral en los casos de contratación en fraude de ley, cuando no hay contrato o ante su ocultación en la oficina de Recursos Humanos, al producirse una variación en el sueldo debido a una reconversión en la empresa, para lograr la readmisión de una plantilla despedida tras una inversión tecnológica, o para que se paguen las horas extras no pagadas o mal pagadas.

La discusión misma de la llamada "brecha salarial" requeriría, en todo caso, un análisis serio de la cuestión y no sociología barata. Otra cosa son los tipos de contrato, la categoría profesional o el sector de actividad, diréctamente relacionados con la renta salarial personal pero de ahí a intentar justificar el patriarcado hay un trecho bien grande.

La perspectiva de género no parte de la consideración de las relaciones salariales y el papel que juegan en la producción, por mucho que se las pueda mencionar superficialmente, sino de una dicotomía mediante la que se busca la manera de desplazar el conflicto social desde la contradicción capital-trabajo y la lucha de clases hacia el interior de la clase trabajadora, de ahí la obsesión por la "brecha salarial" y no por la diferencia entre salarios y beneficios y su participación relativa en la renta nacional.

Por eso el llamamiento a la huelga feminista también intentó extender el paro en el sector de los cuidados, que es tan importante como los demás, en los casos no condicionados por las relaciones salariales. Es decir, en el hogar propio, para entendernos. Era coherente con la perspectiva del género: puestos a convocarla, tenían que intentar que las mujeres trabajadoras se abstuvieran de desempeñar las tareas domésticas durante la jornada.

Es así que se ponía de manifiesto el carácter insolidario de la huelga de cuidados, no ya por la falacia que esconde el recurso a una acción de confrontación, que es a la que se refería la ilustración del agudo viñetista que encabeza esta entrada sino porque, para poder sostener en el tiempo una huelga de clase, realmente combativa y reivindicativa, es necesario el reparto del tiempo de trabajo doméstico, entre otras muchas cosas el que se dedica al cuidado de los niños.

Al mismo tiempo, la alusión al "techo de cristal" ya era directamente la expresión grosera de la aspiración de una minoría de mujeres para entrar a formar parte de los consejos de administración de las empresas, y alcanzar ocupaciones de directivas y empresarias, en donde se concentran las rentas más elevadas, mientras las demás siguen trabajando duro, en ocasiones bajo las condiciones laborales que se imponen en la hostelería, o en la industria alimentaria, parasitada por empresas de trabajo temporal.

Aún hay por ahí quienes dicen que la empresaria tiene más sensibilidad con sus empleados. Como Sol Daurella Comadrán, la de los despidos masivos en la planta embotelladora de Coca Cola en Fuenlabrada.

Y ahora a celebrar el 8 de Marzo. Hay muchos días en el año para celebrar performances, huelgas de género y demás actos simbólicos, pero el día internacional de la mujer trabajadora ya ha sido reconvertido en una de estas jornadas tan desclasadas, modernas y creativas.

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